EL ATENTADO CONTRA EL PRESIDENTE VENEZOLANO RÓMULO BETANCOURT PROVOCÓ UN
ESCÁNDALO INTERNACIONAL QUE DEBILITÓ EL RÉGIMEN DE RAFAEL L. TRUJILLO,
AL QUE LA OEA TAMBIÉN LE IMPUSO SANCIONES PARA AISLARLO
Sus diferencias no eran solamente de edad. A lo
largo de sus vidas estos hombres, algunos de los cuales apenas se
conocían, habían sostenido ideas disímiles y militado en causas
opuestas. Los juntaban ahora motivaciones distintas. Resultaba
incomprensible determinar qué podía haberlos reunido para una misión tan
peligrosa. A pesar de sus diferencias, estaban unidos por lazos que se
entrecruzaban: el poder, la aventura y el dinero.
Los más jóvenes,
el capitán de aviación civil Jesús García, y su copiloto, Juvenal
Zavala Chávez, estaban allí, como lo hubieran estado en cualquier otra
misión que se les hubiere encomendado por paga. Si bien compartían la
finalidad que inspiraba al resto, no eran los mayores entusiastas de la
causa. La razón que justificaba la presencia de los otros cuatro, era
por supuesto muy distinta.
Juan Manuel Sanoja, el más viejo, era
un impenitente revolucionario con una interminable lista de aventuras en
su haber. De mediana estatura y complexión fuerte, a sus setenta años,
era el líder del grupo. El respeto que inspiraba en sus compañeros de
aquel vuelo obedecía no sólo a su edad, sino a su carácter y don de
mando.
Solo él conocía realmente en toda su dimensión la complejidad de la misión que empezaba con aquel vuelo misterioso.
Sólo
él tenía pleno conocimiento del dictador Rafael Leonidas Trujillo
Molina, el hombre a quien recurrirían en busca de ayuda. Y probablemente
era el único que también percibiera todos los peligros y dificultades
que entrañaba la aventura que estaban a punto de emprender.
No
había mucho que decir del resto. Sin embargo, dos de ellos, Vicente
Yáñez Bustamante y Luis Cabrera Sifontes, constituían figuras claves del
plan. El segundo era un ingeniero hidráulico también experto en radio.
Ambos hombres serían las piezas operativas fundamentales sin los cuales nada funcionaría.
La
presencia del sexto elemento, José Morales Hernández, tenía más bien
una razón política. Su amigo, Eduardo Morales Luengo, ex capitán de
navío exiliado, a quien se proponían visitar, era un feroz adversario
del presidente Rómulo Betancourt y un aspirante a sucederle en el poder,
por cualquier medio. La operación a punto de empezar a aquella temprana
hora de la mañana, bajo un cielo despejado y prematuramente azul, podía
llegar a hacer realidad sus ambiciones.
Nadie que los hubiera
visto caminar en dirección al C-46 que le esperaba en la pista, podía
imaginar que allí, en la mañana del viernes 17 de junio de 1960, en el
aeropuerto de Maiquetía, de la Guaira, Venezuela, estos seis hombres
estaban a punto de iniciar una de las más fantásticas y arriesgadas
aventuras políticas del siglo.
Los motores del C-46, con las
siglas YV-C-ARI de la empresa venezolana Rutas Aéreas Nacionales
Sociedad Anónima (RANSA), rompieron el silencio matinal y el piloto se
dirigió lentamente hacia la cabecera de la pista. García verificó los
controles y reexaminó con los operadores su plan de vuelo. A las 5:22
a.m., la torre de control le comunicó que todo estaba libre y el C-46
tomó a toda velocidad la larga pista de concreto y rápidamente ganó
altura. Durante los primeros minutos de vuelo, la nave siguió en
dirección hacia el punto previamente fijado, un pequeño aeropuerto
privado de un hato propiedad de Carlos Chávez, presidente de RANSA, en
El Piñal, situado entre el río Arauca y el río Cunaviche, en el Estado
de Apure.
El piloto del avión cerró contacto con la torre de
control de Maiquetía y en el sitio de navegación aérea denominado
“Whisky 1 (uno)” cambió repentinamente de rumbo y se dirigió a Ciudad
Trujillo. Sanoja sonrió y preguntó al piloto si había alguna novedad.
Todo
marchaba como estaba planeado. De los ocupantes del aparato, solo aquel
viejo general, conocía a sus próximos anfitriones en el punto de
destino. Su conocimiento de aquel lugar no era superficial. Sanoja había
llegado a la República Dominicana más de veinte años atrás, habiéndose
establecido en Moca, una pequeña y próspera ciudad del noreste central,
donde, entre otras actividades, se había dedicado a la odontología. Allí
nacieron varios de sus catorce hijos y dos de ellos, Gilberto y Juan
Manuel, eran dentistas profesionales y oficiales de las Fuerzas Armadas
del dictador Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina, de quien era
amigo.
Para los residentes de la lejana localidad de Moca, donde
había vivido por largos años, Sanoja no era el intrépido y temerario
general de luchas revolucionarias, que había pasado de las cárceles del
tirano Juan Vicente Gómez, en su natal Venezuela, a las filas de la
revolución mexicana, sino un tranquilo y amable ciudadano que dedicaba
horas enteras para tratar problemas dentales a todo aquel que los
tuviera en Moca y a sus alrededores.
Pero esa imagen de pacífico profesional pueblerino constituía solo una faceta de su compleja y diversa personalidad.
En
realidad, era un hombre acostumbrado al peligro y la misión a la que
iba en este vuelo secreto lo devolvía a su ambiente verdadero; al de las
luchas clandestinas, al centro de la aventura y el peligro.
Sanoja se estableció en Moca a comienzos de los años treinta como exiliado de la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Su
aversión a Betancourt provenía, probablemente, ya de aquella lejana
época. Este era entonces un fogoso líder estudiantil de ideas marxistas.
Esta
faceta en la vida del presidente venezolano había bastado para marcarlo
para siempre como enemigo en el pensar sicorígido del viejo general, un
hombre de ideas profundamente conservadoras.
Unos años antes de
la llegada de Sanoja a la República Dominicana, Betancourt había ya
recorrido, curiosamente, muchos de los pueblos por donde aquel
estableciera después vínculos de afectos con familias dominicanas.
Sin
embargo, eran muy contados, sí existían, los que podían dar en el país
testimonio de alguna expresión contraria del viejo luchador contra el
joven estudiante. Aquellos que tuvieron la oportunidad de tratar a
ambos, no podían explicarse los sentimientos que Betancourt inspiraba en
este aventurero, rodeado de leyendas. Algunos de estos mitos se habían
forjado en la propia ciudad de Moca, donde se comentaba en secreto que
el curtido general ejercía la odontología sin título universitario, cosa
nada rara en aquella época.
En buena medida, gran parte de la
simpatía que Sanoja inspiraba entre los mocanos emanaba de su esposa,
una joven mejicana de agradable apariencia y sencillos modales. Por lo
menos uno de sus hijos, Pedro Pablo Sanoja Aguilar, un brillante
estudiante que luego se establecería en Venezuela como abogado, nació en
aquellas tranquilas tierras dominicanas.
A despecho de su carácter medio tosco, el general tenía un fácil trato, no obstante su personalidad contradictoria.
Por
ejemplo, los que llegaron a conocerle entonces recuerdan que su
aversión a Juan Vicente Gómez no se refleja- ba, por lo menos con la
misma intensidad, hacia Trujillo, en esos lejanos días de apacible
existencia en Moca.
Era, sobre todo, muy apegado a la familia,
aunque le rodeaba una fama, no se sabe si bien ganada, de conquistador,
reputación probablemente conseguida con los laureles del generalato
alcanzado, no se sabía cómo en México.
Nadie, empero, en la
pequeña localidad dominicana podría dar constancia de aquella fama,
cimentada tal vez en el hecho de que se le atribuyera una pronunciada
inclinación por las fiestas, a las que usualmente iba acompañado de sus
hijos.
Una de sus grandes pasiones era, según testigos de la
época, la figura del libertador Simón Bolívar, nombre con que bautizó
una escuela normal particular que fundara en Moca en los años siguientes
a su llegada. Esta escuela, que llegaría a alcanzar prestigio en toda
la comarca, funcionaba en un pequeño local en la calle independencia,
próximo a la 26 de Julio, colindante casi con la casa de Pichilín
Michel, un patriarca del lugar. Allí estudiaron muchos hombres y mujeres
que más tarde serían prominentes en la vida política y social
dominicana.
Con el tiempo, en torno a su persona llegarían a
tejerse toda clase de historias, como aquellas de que solía cobrar por
sus servicios como dentista de acuerdo con una personal apreciación del
paciente que nadie podía descifrar.
Frente a su consultorio de la
calle Colón solían formarse diariamente largas colas. El hecho de que un
hombre de su experiencia mundana escogiera la bucólica tranquilidad de
Moca en vez de la más colorida y relativamente agitada vida de la
capital o Santiago, la segunda ciudad del país, se explicaba, tal vez,
en la prometedora prosperidad que allí se observaba.
A sus casi
cincuenta años, a mediados de la década de 1930, Sanoja podía ser
confundido con el típico personaje que, cansado de inútiles luchas
revolucionarias, decide emprender un nuevo sueño. El vuelo que lo traía
de vuelta a Ciudad Trujillo en misión secreta parecía la mejor
explicación de que aquella vena aventurera estaba aún latente en él.
Costaba
imaginarse a un hombre de su historial de resistencia a la tiranía de
Gómez, aliado con Trujillo en un plan contra el gobierno democrático de
Betancourt.
No era la Presidencia, como símbolo primario del
poder, lo que le guiaba. A su edad, ésta se le mostraba más distante que
la muerte. Tampoco lo sería el dinero, que una vez aparentemente
estuviera cerca de obtenerlo en México. Sanoja conservó por mucho tiempo
pruebas de esa riqueza, sin valor material alguno. A sus amigos en
Ciudad Trujillo les había mostrado una vez un viejo y gigantesco baúl
repleto de billetes mexicanos antiguos, ya fuera de circulación.
Removiéndolos con sus gruesas y callosas manos, había dicho: “Vean,
podría ser rico, ¿de qué sirven?” Sanoja estaba sumido en sus
pensamientos cuando el piloto de la aeronave le comunicó que había
entrado en contacto por radio con Ciudad Trujillo.
A una hora
exacta de vuelo de su destino, el C-46 hizo contacto por primera vez con
el “Control Radhamés”, en la base aérea de San Isidro, en la frecuencia
de 3023.5. El viejo general se levantó de su asiento y se dirigió a la
cabina del piloto, al que entregó un papel escrito apresuradamente a
mano. El capitán García leyó por radio el breve mensaje: “Avisar al
Generalísimo que el general Sanoja va a bordo del avión. También avisar
al coronel (Johnny) Abbes García”.
Cabrera Sifontes añadió otro
mensaje cifrado que el piloto se apresuró en transmitir: “Avisar
Carrasco que Carrasco va a bordo”. En el punto lejano de recepción, el
operador se limitó a contestar que estaba “informando”.
Dentro del avión se hizo un silencio pesado, mientras la espera se tornaba angustiante.
Al
cabo de pocos minutos, les llegó la respuesta autorizándole a aterrizar
en la base militar, ubicada entre el aeropuerto y Ciudad Trujillo.
Como
estaba previamente acordado, la comunicación prosiguió sin identificar
al avión. Desde la base se escuchó la señal: “Control Radhamés 2,
llamando, cambio”, cuando el C-46 se aproximaba a unas 25 millas de
distancia.
El piloto confirmó la recepción del mensaje y la torre
de control proporcionó información sobre la dirección e intensidad del
viento, con una orden final: “Libre aterrizar a la pista 12”.
El
avión se deslizó suavemente sobre el pavimento y durante el carreteo sus
seis ocupantes pudieron percatarse de que estaban siendo escoltados por
vehículos de guerra.
Siguiendo las instrucciones que ahora se les
daban por señas desde un vehículo militar, el piloto condujo despacio
la nave al punto más lejano del aeropuerto.
Las medidas de
seguridad eran extremas. Lógicas, sin embargo, tratándose de un avión de
matrícula de un país con el cual se han roto las relaciones
diplomáticas.
Varios aviones del tipo Vampiro, a reacción, y P-51
“Mustang” permanecían a un lado de la pista con los motores encendidos,
prestos a despegar, mientras tanques apuntando sus largos cañones hacia
la nave recién llegada se veían a ambos lados del aeropuerto.
Tropas
en trajes de zafarrancho estaban colocadas en sitios estratégicos,
próximos a donde podían verse varios “Mercedes Benz” y jeeps militares.
El capitán García apuntó bien la hora de aterrizaje en su hoja de vuelo:
07:47 (7:47 a.m.), hora local.
Un grupo de altos oficiales
dominicanos les recibió al pie del avión, saludando al general Sanoja,
quien fue el primero en descender.
Pero tenían órdenes de esperar
allí. Al cabo de 45 minutos llegó en un vehículo militar el capitán de
navío retirado de la Marina venezolana Eduardo Morales Luengo.
Sanoja
hizo la debida presentación y el grupo se dirigió a una residencia en
las afueras de Ciudad Trujillo, donde residía temporalmente Morales
Luengo.
Los primeros rayos del sol iluminaron
tenuemente el pavimento de la rampa que a paso firme, pero sin
apariencia de prisa, cruzaba el grupo de seis hombres. Era todo, menos
un grupo uniforme.
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