JOAQUÍN SABINA, Una celda de papel. 7 de septiembre de 1994. El humo toma Las Ventas, la Monumental, templo de torería y valor, y entre las bocanadas blancas que fluyen desde el escenario aparece por primera vez para mí: gesto enjuto, chaleco que alcanza lo circense y cuerdas vocales de madera. Contador de historias, versificador y poseedor de un secreto que provoca que nadie quede indiferente; fanáticos y detractores jalonan su carrera, ambos igual de incómodos (aunque a mí me parecen peores los primeros). Joaquín Sabina acaba de salir a los medios de la plaza. | |||||||||||
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Dicen los entendidos que existe lo que se llama “la torre de marfil”. Cosa de modernistas, la torre de marfil es ese lugar ideal en el que el artista se aísla del mundo para crear. El asceta Fray Luis de León dijo que sólo se habían retirado “los pocos sabios que en el mundo han sido”, y en esa línea uno piensa en la torre de marfil como una celda de piedra, monacal y fría, en la que el señor que quiere hacer algo de provecho —un poema, una canción, un pensamiento—, se recluye para batirse en duelo contra la pereza y el talento. Sin embargo, pensando en Joaquín Sabina, don Joaquín Sabina según don Enrique Tierno Galván y según todos aquellos que aún gastan decencia, se me ocurre pensar más bien en una celda de papel, de papel de fumar, que el cantante jienense (éste vino desde los cerros de Úbeda) traspasa a su antojo, fumándose las paredes del monasterio cuando le viene en gana. Sabina ha mejorado con los años. Ha mejorado su versificación hasta alcanzar en algunas ocasiones, pese a su opinión, lo poético. Él, ahora, anda por ahí en un DVD diciendo que no escribe poemas, sino versos; y tiene razón sólo a ratos, porque basta con tomar la canción de su último discoAlivio de luto, Dos horas después de amanecer, escrita a medias con el poeta José Caballero Bonald. No se sostiene, don Joaquín, que usted diga que sólo hace versos: “La noche se agavilla como un ave”, “La noche ha consumido sus botellas dejándose un jirón en la pared” o “Han pasado los días como hojas de libros sin leer”. Eso es poesía, le guste o no. Pero aparte, la versificación no es ningún “arte menor” del que haya que avergonzarse; y versificando Sabina lleva ventaja. De algún modo encontró el modo de hacer canciones que a una gran parte de los que escuchan le llegan. Quizá sea porque, en efecto, no se dedicó a vivir encerrado en la torre de marfil, sino que salía y entraba, desde el principio, traspasando las paredes de la celda a sabiendas de que éstas eran de papel, que no de piedra infranqueable. Eso es lo que le hace parecer tan cercano, lo que provoca que, cuando te encuentras ante una imagen suya, pienses indefectiblemente: “¿Cómo no se me ha ocurrido esta frase antes a mí? ¡Si estaba ahí!”. Estaba ahí, sí, pero había que encontrarla, señor. Y encontrando Sabina lleva ventaja. Entre otras cosas, encontró la voz adecuada. Seguramente a este hombre no le dejarían entrar en las Academias del Triunfo; la diferencia está en que a las personas sensatas las “voces académicas” le suenan lo mismo que la voz de un médico que te narra los resultados del último análisis de sangre u orina. La voz de Sabina tiene vida, no perfección —tediosísima perfección—, y más bien parece estar hecha para narrar El Carrusel Deportivo de la calle, del parque, de los amores, de los olvidos, de lo que a todos nos pasa cualquier mes de abril, de las tascas y de los pueblos sin mar, o con él. Dicen que la voz rota, de madera, insisto, de madera, le viene del tabaco.Yo no soy foniatra pero, en todo caso, fumando Sabina lleva ventaja. Y después de lo dicho, ¿qué duda me puede caber?: el humo que pobló el escenario aquel 7 de septiembre de 1994 era el papel de fumar de la celda de Sabina, que el propio Sabina se había estado fumando antes del concierto. Siga echándonos el humo, don Joaquín, pese a las ministras del ramo. Y ojalá que nos sigan dando las diez, con un par. |
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